RESEÑA:

Si tuviera que escoger lo que más me ha gustado siempre de El Americano de Almería, si mi chalada familia que la protagoniza o la ciudad que nos albergó entre los años 60, 70, y (a algunos) un piquillo más, y que a mi parecer ha quedado retratada como nunca lo había sido ni acaso lo será jamás, la verdad es que no sabría con cuál me quedaría.

¿Quiénes son los pícaros: ellos o Almería entera? La duda queda rondando en la mente, porque si ellos –los Waldenstone– son extraños... extranjeros en patria extraña, Almería no es menos extranjera en patria conocida. Y lo será eternamente.

Eternamente

[El autor].

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Fragmentos:
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Ha llegado a mis oídos que la Rambla ha cambiado radicalmente, ¡que la han cubierto! En aquellos rudos días la Rambla era eso: un cauce seco o lecho pedregoso de río que llevaba las trombas de agua al mar en esas raras ocasiones -y las hubo, vaya que las hubo- en que a la naturaleza le daba por ahí. A los chiquillos nos encantaba bajarnos por el muro a hacer toda clase de travesuras allá abajo entre las piedras y los matojos de "chochitos", que llamábamos así porque tenían unos capullitos verdes redondos, como una hogaza de pan en miniatura, protegidos por pequeños pétalos verdes, y te los comías para pasar el rato, como si fueran pipas. Una vez abajo a lo mejor compartíamos un cigarro; "cigarrillo" sonaba la mar de cursi, y "pitillo" peor aún; siempre decíamos "cigarro", igual que decíamos "peo". Cuando me enteré

de que la palabra correcta era pedo, no me lo podía creer. ¡Oh, ha dicho pe-do! Bueno, pues como decía, o nos fumábamos un cigarro, o nos echábamos una cagaleta debajo del puente, que buenas hojas de morera había para limpiarse el culo, y cuando no, ahí estaban nuestras libretas. También buscábamos alacranes y tarántulas, amén de las ubicuas lagartijas, para hacerlas rabiar o para meter en una caja de mixtos (cerillas) y llevárnoslas a casa. Todo eso. Y claro, cuando hacíamos zonga era el lugar ideal para evitar que los mayores se metieran con nosotros preguntando que por qué leches no estábamos en la escuela a esas horas, y que apagáramos ese cigarro, coño. Sin duda la cosa más vil y reprobable que hacíamos era encaramarnos a los barrotes del puente de hierro y mirar para arriba por alguno de los estratégicos agujeros que había por el carril donde pasaban los peatones, en espera -harto pacienzuda- de poder verle las bragas a las jovencitas por debajo de sus faldas de colegiala. Se ponía alguno donde pudiera ver a la gente que venía y decía: ¡Ahí viene una! Y si daba la casualidad que estaba en plan guasón nos avisaba cuando venían las señoras viejas nada más. Luego nos confesaba la burla y nos dejaba corridos. En la primavera, en fin, venía la época de las moras, y la Rambla gozaba de una doble hilera de espléndidas moreras a todo lo largo de su andadura, una a cada lado, y nos poníamos todos morados y más que morados de ricas moras almerienses, y es que de ahí y no de otro lugar debió derivar la famosa expresión.

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El único rumbo auténtico que llevaba [mi padre] era el su cajetilla de tabaco canario, que a la sazón se llamaba Rumbo.
Salía con sus compañeros pescadores, iba a las tascas más puramente almerienses, y a menudo se sentaba en los cafés, a tomar cerveza o Rioja. Se hizo razonablemente amigo del afamado "Luis el de los Perros", que era también un desempleado, aunque sin dólares, personaje de fábula en Almería. No recuerdo cuántos perros seguían a su generosa barriga, pero raramente eran menos de siete.
Imaginaos la situación. Está mi padre sentado tranquilamente ante el bar La Estrella, frente a La Perla, acera izquierda, con su jarrón de cerveza de dos litros. Llega y se sientan con él dos señores a beber y pasar un rato de cachondeo a costa del americano. -Good morning. -Muy buenas, y tal. ¡Camarero, dos vasos vacíos! Entonces aparece Luis el de los perros, saluda efusivamente a su amigo de ultramar y ocupa el último asiento vacío mientras los perros se aprestan a recibir la consabida ración de pan, huesos y todo el surtido que decidan echarles: es la hora de su jalufa. Los caballeros se dan cuenta, demasiado tarde, de que el cachondeo se ha vuelto contra ellos. El colmo de la ignominia: que les vea todo quisque en pleno centro de Almería, sentados en la acera en compañía de ese ser inmundo. ¿Cómo se puede caer tan bajo? Lanzando mil zalemas y excusas se levantan y se dan el piro, sin poder parar de rascarse las piernas en la zona del calcetín... con mucho disimulo, por supuesto. Una y no más, Santo Tomás.
-Luis, esos cabalieros no molestarnos nunca otro vez. Camarrero... -dominada la erre tras cinco años de sudores y de rociar litros de saliva, había que lucirla-, unas GRAAAN raciones carne de salsa, please!, y mucha pan. Por favfor -gira la mirada en dirección a su amigo Luis para continuar la charla-. Pulgas encantan señorritos pijos. El Sr. Waldenstone en verdad que tenía un buen sistema contra los moscardones. Al mediodía, poco antes del almuerzo, era la hora ideal de dejarnos caer los niños casualmente por allí y darle el consabido sablazo.
Aparte de las mesas de La Estrella, sentábase mi padre con Don Luis o a solas o con su suegro el Árabe a beber en muchos otros establecimientos con mesas al aire libre en la soleada Almería, entre las que destacaban la Casa Tebas, especialidad las tapas de gambas, jibia, mero y calamares, además de lomo, asadura y callos con garbanzos, así como casi cualquier cosa que se te pudiera ocurrir pedir; cervecería sita cerca de la Calle de las Tiendas por aquel entonces, en un recodo, aunque después la trasladaron a la calle Trajano y ya nunca fue lo mismo, aunque siguiera prosperando. Si no estaba mi padre allí se le podía encontrar -ya no en mesas exteriores, sino dentro del bar- detrás del mismo hotel La Perla, en La Bodeguilla, o en Casa Pepe en la calle Jovellanos, última puerta de arriba y plenamente visible desde la Plaza Vieja, que tenía su cuarto aparte, recogido, donde los funcionarios del Ayuntamiento se jugaban

sus rondas de chatos al dominó. Pepe, el lacónico dueño, era de aquellos simpáticos, sosegados barmen que tienen mucha manga y lo permiten todo, y su mujer, la que cocinaba, lo mismo, pero ella no era tan callada. Los hijos de Pepe a menudo jugaban dentro del bar y si te descuidabas te podías llevar un pelotazo gratis. Casa Pepe era decididamente un lugar favorito del americano. Parada inexcusable. Cada chato de vino de la casa, acompañado de su tapa de patatas al alioli, boquerones en vinagre o patatas chips (con anchoa y aceitunas) te costaba tres pesetas. Esos eran los tiempos en que los españoles -y los almerienses más que nadie- chateaban por la boca y no un teclado

de ordenador, aunque los dedos tampoco permanecían ociosos.
Cuatro o cinco sitios he mencionado. Podría apuntar treinta y cinco y de todos era asiduo mi padre. Sin contar con los de la pescadería y el Alquián, donde pasaba sus buenos ratos en un bar a cuyo dueño él dio en llamar Mussolini, por la generosa cabezota calva que llevaba encima de los hombros, y que estaba encantado con su nuevo y peregrino apelativo.
Además de Luis el de los Perros, tenía Almería bastantes más personajes raros por aquellos holgados tiempos, como por ejemplo "Juanico el tonto", que te hacía el pino en el Paseo por unas pesetillas o menos. [...] ¿Por qué queríamos que hiciera precisamente el pino? Obviamente, para que se le cayeran y desparramaran las monedas que llevaba en los bolsillos. Y es que éramos la calamidad en persona. Y él, tonto. Pero luego íbamos y le ayudábamos a recoger todas las monedas y se las entregábamos, con nuestra propina añadida, si teníamos.
A un joven impresionable como yo no se le podía borrar de la memoria aquel otro pobre señor, ya mayorcito y con cara de mejicano, que era epiléptico. Tenía un carrito de pipas en la Plaza Heredia, y cuando le daba el patatús, tras unos retortijones y revueltas iniciales por el suelo, se ponía a mascullar incoherencias, y a continuación empezaba a decir:
-...¡porque Franco es un cabaLLEro! ¡Y que nadie se meta con FRANco porque lo MAto! -hasta que se le pasaba, y se levantaba y seguía en su puesto como si nada. A los taxistas que tenían la parada allí no les hacía la menor gracia el epiléptico, porque la gente se ponía nerviosa no fuera que le diera un ataque cuando ellos estaban cerca.

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Se subió [mi hermano Percy] con sus colegas a coger una cogorza en compañía del Cristo del Cerro de San Cristóbal una noche. Existían unos boquetes superficiales, dentelladas más bien, esculpidos a cincel en uno de los pilares inclinados de la parte de atrás del monumento, en los que si eras muy hábil podías apoyar los pies y así subir adonde no está permitido subir. No resultaba fácil escalar ese pilar, casi vertical y tan liso, ni siquiera estando sobrio y libre de equipaje, y bien cargados, en ambos sentidos, que iban los guripas; su afán por llegar al Cristo debió ser fenomenal. Si esa noche los llegan a pillar después de lo que pasó vaya paquete: y lo que pasó fue que se apagaron toditas las luces y las farolas del cerro. O sea, que Almería estuvo tuerta de un ojo esa noche. La bombilla causante del apagón, una señora bombilla donde las haya, quedó de recuerdo en el armario de nuestro cuarto en la casa de los Waldenstone. Es de esperar que el estatuto de limitaciones habrá cumplido para esta suerte de faenas.

Amen.
En otra ocasión llamaron varias veces y cambiando la voz al periódico La Voz de Almería, diciendo entre aspavientos que habían visto un platillo volante. Naturalmente, al día siguiente salió publicada la noticia. Pero lo más gracioso fue lo que les dijeron desde la redacción:
-¡No se preocupen! ¡Ya tenemos un equipo arriba en nuestra terraza!

-pues nada, tranquilos.

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A un amigo nuestro le pusimos de mote el Ketchup, con acento en la "u", como mandan los cánones de ortografía. Supongo que una de las razones sería porque se llamaba Jesús, pero el motivo principal fue por haber trabajado en Sol rojo, que protagonizaban Charles Bronson y Toshiro Mifune. Su papel fue estar tumbado en un vagón de tren haciendo el muerto con un pegote de pingajos rojizos o vaya usted a saber qué sobre la barriga como si se le estuvieran saliendo las tripas. Y es que tenía una cara de película, una cara dura a más no poder. Con esa jeró podía trabajar en cualquier película que quisiera.

Su suerte para los rodajes era tanta como la del mismísimo Habichuela, otro mítico peliculero, hombre "chiquitillo pero recarcaíllo" que llevaba barba a lo Steve Reeves, el que hacía de Hércules. Pero luego, como era un vago, siempre llegaba tarde al lugar donde escogían a los extras o caballistas que iban a necesitar ese día. El Ketchup acabó por convencerse de que era guapo. Solía pasear arriba y abajo por la playa todo el santo día mostrando esa increíble dureza de cara a las bañistas, pero no se comía una rosca. Lo más probable es que la cara se le fue endureciendo a base de los palos que recibía por lo pesado

que se ponía cuando bebía. Refuerza esta hipótesis el hecho de que a cada tres por cuatro aparecía con un brazo o una pierna escayolada. Íbamos una mañana caminando entre bar y bar, y aparece el Ketchup, a media manzana de distancia, haciéndonos señas.

-¡Vámonos rápido, que viene el Ketchup! -apremiaba el líder de nuestra

comitiva, que había estado viviendo en Suecia y era experto en hacerse, cuando no el longui, el sueco. Aceleramos el paso. Ahora tendríamos que encaminar nuestras pisadas a "Ca Tonda", en lugar de La Reguladora, si no queríamos que nos diese alcance y nos fastidiase una mañana espléndida.
-¡Esperarme, joder, que no puedo correr! -suplicaba, mientras lo dejábamos atrás, con tres palmos de narices. Siempre andaba tieso de dinero. Pero más tiesa andaba su pierna, con tanto yeso. ¡Ay Ketchup!, si es que no había forma.
Una madrugada, que ya habían cerrado todos los bares, va y le entra algo, un dolor de los que no se pueden aguantar. No le había dado antes en el bar, por supuesto, le da ahora. Lo llevamos a la Casa de Socorro, en la Plaza San Sebastián. Nos sientan ahí en una banqueta y a esperar. Y esperar.
-¡Tírate al suelo, Ketchup! Verás como te atienden -pero él se queda muy peripuesto con esa cara tan superdura, si acaso quejándose una chispa. Seguimos insistiendo. Por fin, viendo que la cosa no prosperaba, cede sumiso y se tira sobre las blancas baldosas. La martingala funcionó. Al minuto ya lo tenían en la camilla examinándolo, con una buena inyección de Valium en el brazo. Todo solucionado.
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Nuestra droga elegida obviamente era la priva, el trinqui-trinqui. Ni el cannabis ni ninguna otra cosa me han atraído nunca, ni sentado bien. Tampoco es que me faltara la ocasión, con las riadas de hippies que se bajaban del barco de Melilla y llenaban los cuartuchos de las pensiones más escondidas de la ciudad, desprendiendo un tufillo que tiraba de espaldas, a hachís y a hippie, y digo que "llenaban" porque se apuntaba uno y luego se colaban veinte más.
La peste a Hippie, además de hachís, y de mugre, incluye otro ingrediente harto letal, que sin duda ya habréis adivinado. Efectivamente: el patchouli. ¡Osú qué pestazo! Dudo que viva un solo almeriense de mi quinta que desconozca ese penetrante y arrollador perfume.
Mil veces mejor es la "peste a gitano". Cuando yo me iba a hacer torillos por-ái, como lo llamaba un profesor de religión que tuve, muy simpaticón él, que me llamó un día puñetero y yo, que confundí esa palabra con "putañero", me ofusqué cosa mala, y luego decía que los más rebeldes hacíamos los mejores curas, Dios me libre, pues cuando me iba a hacer torillos por-ái, repito, me aseguraba de no acercarme a ninguna hoguera por mucho que me sedujera, porque luego Nena se daba cuenta. ¡No nos tenía calados ni nada, anda que no!
-¡Erik, ven pa acá y no te me escondas, furriaje! ¡Qué peste a gitano que echa el jodío! ¡A mí no me engañes que tú no has ido a la escuela hoy! -y me echaba un rapapolvos de veinte mil kilopondímetros al cuadrado. Luego continuaba -¡Te voy a dar de restregones con el estropajo en la bañera hasta que no te queden ni los pellejos! Verás tú, con esa cara de mono que tienes... ¡te la voy a borrar!

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Otro acto patriótico, casi, era celebrar la Feria de Almería bebiendo. El muchacho que no lo hiciera mal podía llamarse en propiedad almeriense.
Una apacible aunque no serena madrugada amanecí en el muelle, cerca del ferial, tras una noche loca de aquellas de feria, dedicada a ganar copitas de moscatel a los tiros, jugar en la rifa —ilegal— de dados de Pepe el cojo, beber fino manzanilla y vomitar con los colegas en el parque, y para redondear la noche empelotarnos y tirarnos a las aguas del puerto desde el búnker de cemento que se erguía junto a la escalinata principal del muelle… Cosas todas éstas muy sanotas, como cualquiera puede apreciar. Al despertar hallé que había dormido cobijado entre una viga y el célebre, el único e incomparable Luis el de los perros. Se había echado a dormir junto a este juerguista borracho, tras meterme el reloj en mi bolsillo.

—Muchas gracias, Don Luis.
—Nada hombre, a mandar, y saludos a su señor padre.
—Vale. Yo se los daré.

 

 

 

 

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El Rebuzno y

La Rabia

 

Disponible en:

  http://www.lulu.com/spotlight/el_rebuzno_y_la_rabia

 

 

 

lo más quijotesco de las letras

españolas -o de letras algunas-

desde 1614.

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... entre riscos y entre breñas         

halla el triste desventuras.        

El Quijote, I, Cap. XXVI         

 

          We are…all…travellers with a donkey:

          and the best that we find in our travels

          is an honest friend.

                       R. L. S., Travels with a Donkey

 

 

 

 

                                          

 

                                                             

                                               

 

 

                                                                                         

 

 

 

 

 

 

 

 

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